Esta articulación de la psicología en la política nos invita a ordenarla tanto en la dirección de las cosas que hay en común y divergentes entre la disciplina de la Psicología y la práctica política, como la política en la psicología. Cuando nos referimos a la psicología lo hacemos bajo el contexto fundamentalmente del psicoanálisis ya que las ciencias, más en este caso en la articulación con la política, están implicadas en las relaciones de la política con el mercado (podemos ver la cadena del TDAH: psiquiatras que crean los criterios para el diagnóstico de este cuadro-que pertenecen al APA-que dictaminan los DSM-que está implicados financieramente con las multinacionales farmacéuticas-cuyos lobbies operan de EE.UU a EU-EU dicta carta blanca que influye en las promesas de subvenciones a los ciudadanos cuyos hijos tienen TDAH)
Así en este haz de relaciones y de influencias nos permitirá abordar las relaciones de la política con el mercado y, por tanto, de sus relaciones con la ideología y con el capitalismo. Igualmente, los elementos comunes con la psicología, aunque tratados de forma bien diferente, nos acercara a conceptos del goce, del deseo, de la pulsión tanto en su incidencia en la psicología como en la política.
El goce y la felicidad
El goce es uno de los elementos que permitirá realizar la distinción entre la política y la política del psicoanálisis. La política opera como una instancia reguladora de las formas de goce del sujeto en referencia a lo colectivo; es decir, la satisfacción es el imperativo político (aunque ya veremos que no del todo) que indica que se alcanza de forma individual en la medida en que dicha satisfacción se halle inscrita en la de todos. La psicología, por su parte, bajo la inscripción del psicoanálisis, se ocupa de ese goce que atraviesa los vínculos humanos, goce que se precipita siempre en el discurso.
La felicidad, es una demanda que atraviesa a los seres humanos y que en el contexto social se dirige desde los ciudadanos hacia sus gobernantes, de tal forma que la felicidad como promesa es lo que circula en la práctica de la política. Si la política tiene éxito, lo sigue teniendo, aunque ya bajo signos de degradación, es en tanto se basan en el sostenimiento de las promesas de felicidad. Estas se precipitan bajo las diferentes formas en el discurso: desde las bajadas de impuestos, más centros de salud, más educación, acceso a las viviendas, acceso a ciertos servicios administrativos, seguridad, etc. Es decir, aquello que promete el político coincide exactamente con lo imposible de llevar a cabo, pareciendo saber lo que los ciudadanos, que les van a votar anhelan. De esta forma, el sustento de la política es su dedicación a la felicidad de los sujetos; para ello, se centrarán, pues, en las necesidades, en su satisfacción, que bajo la égida del capitalismo habrá que insinuarla como la satisfacción de una demanda que será lo anhelado por el ciudadano bajo la promesa indicada de satisfacer el deseo.
También la demanda de felicidad se da en otros ámbitos y vínculos, alcanzando, como no, al marco de la psicología, por ejemplo, entre paciente y analista, donde se precipita qué es lo que quiere un paciente de su analista. ¿Qué es? La felicidad. Lacan diría que el sujeto ya es feliz, aunque no lo sepa. El sujeto es feliz y no lo sabe porque esa felicidad proviene de la satisfacción de la pulsión… mediante el síntoma, por ejemplo. El sujeto sabe que tiene un síntoma, pero no sabe que es feliz. La pulsión siempre se satisface; la satisfacción de la pulsión es formalizada por Lacan como plus de goce. También lo podemos ver mediante el concepto de goce que no es otra cosa que la satisfacción mecánica de la pulsión. De ahí, la felicidad, aunque, ya veremos, no es tan bueno como parece ser.
Necesidad, Demanda, y Deseo
La felicidad, su demanda es la que nos dirige ante la dialéctica de la necesidad, demanda y deseo.
La demanda, introduce un modo de falta, radicalmente diferente de la que se articula en el campo de la necesidad. En esta es una señal de alarma para la supervivencia del organismo: si algo le falta, el alimento, por ejemplo, existe el objeto que satisface completamente la necesidad (obviamente si se tiene).
Miller por su parte postula dos tipos de demanda: aquella que se ubica al nivel de la necesidad y la otra, a nivel del amor. La primera la hemos indicado anteriormente, señalando que ese Otro responde ante esa necesidad porque tiene lo necesario para satisfacerla. ¿Y si no tiene? Y es justo cuando Miller postula que es a ese Otro, que no tiene, al que se dirige la demanda de amor. Y entre estas dos demandas se sitúa el deseo.
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La falta que se introduce en el niño por el hecho de que sus necesidades se han de tramitar a través del lenguaje (la demanda) es absolutamente diferente; es lo que se denomina la carencia en ser (Lacan). Hay una transformación de la necesidad en demanda. La falta en ser es el producto del efecto del lenguaje sobre el organismo que queda transformado en un sujeto, que habla, a costa de haber perdido para siempre su ser natural o instintivo. No hay objeto alguno que pueda obturar la falta en ser. Esta falta es la que hace precipitar el deseo, y que se instaurarácomo motor de la vida de un sujeto.
Miller postula dos momentos de la demanda: aquella que pertenece al deseo y aquella que proviene de la pulsión. Una habla y la otra no, es una demanda silenciosa, no es interpretable en tanto pertenece al campo de lo real. En cambio, cuando afrontamos una demanda interpretable es en la medida en que lo sostiene un deseo.
Freud señala que el deseo no deja de denunciar el estado de insatisfacción, central en el sujeto, mientras que, por el contrario, la pulsión señala el estado de satisfacción, que como apuntábamos antes, Lacan sostiene que el sujeto es siempre feliz porque la pulsión se satisface.
El sujeto es feliz, pero las cosas no marchan tan bien como parecen porque esta manera de satisfacción, la pulsión, le hace mal al sujeto; pensemos en el neurótico que también tiene satisfacción, como todo sujeto, en los síntomas, pero siente que no le hacen bien.
Retomando la demanda de felicidad que se dirige al analista y ante la cual algo tiene que decir; y es sobre lo que está advertido por su propio proceso analizante, y que gira acerca de la inexistencia del Soberano bien, aquello que está fuertemente vinculado con el objeto de la demanda de felicidad y de lo cual tanto la política como los mercados saben certeramente de ello. Este Soberano Bien, el analista no lo tiene, no lo puede dar y se ajusta a no prometerlo. El Mercado y la política lo ponen en funcionamiento, es de lo que se sustentan, de lo que viven.
Para Silvia Ons el Soberano bien es la felicidad. Referencia el Soberano Bien de los antiguos, el telos aristotélico, la meta a alcanzar, la causa final como bien al que aspiran las cosas. Así, nos dice: “Esto es lo que conviene recordar en el momento en el que el analista se encuentra en posición de responder a quien le demanda la felicidad. La cuestión del Soberano Bien se plantea ancestralmente para el hombre, pero él, el analista, sabe que esta cuestión es una cuestión cerrada. No solamente lo que se le demanda, el Soberano Bien, él no lo tiene, sin duda, sino que, además, sabe que no existe”.
Para Lacan, el mundo de los bienes es un mundo utilitario; lo útil es sinónimo de lo bueno, configurado al servicio de las necesidades del hombre, y en la misma medida es una ficción, en “tanto resultado del artificio simbólico”. Lacan finaliza diciendo que “el dominio del bien es el nacimiento del poder”.
Deseo, Mercado y Ciencia
La política practica un discurso que es preciso encuadrarlo dentro del discurso de la ciencia aunado al del mercado; esto es, en última instancia al discurso capitalista. El discurso de la ciencia y el mercado van de la mano. El mercado opera exprimiendo el deseo de los sujetos que bajo la égida capitalista hace pasar a los sujetos que si desean es en la medida en que les falta algo, que además es lo conveniente para su goce, para alcanzar ese tipo de satisfacción muy especial, en su vertiente única. Esto se conforma bajo el sigo de la promesa. La ciencia queda anudada a este propósito al inventar el objeto que el capitalismo ubica en el mercado. De esta empresa surgen los sujetos que se correlacionan y que se dirigen a un más de goce de forma directa, sin trámites.
El mercado, pues, ofrece y promete el objeto de deseo del sujeto, aquel que si está le permitirá ser feliz (la felicidad de la satisfacción de la pulsión), generando lo que Lacan denomina plus de goce. Así se conforma la espiral que empuja al ciudadano al consumismo loco en la compra del objeto que el mercado ofrece. Hay que decir que el deseo es relanzado por el capitalismo, vuelve a comenzar su andadura, no se agota, con cada nuevo objeto que se precipita en el mercado. En la medida en que no hay un objeto que cumpla ese lugar para satisfacer el deseo de forma total se relanza mediante la propaganda desplegada por el mercado que de nuevo hace pasar la idea de que se debe de adquirir ese nuevo objeto para alcanzar la satisfacción de ese deseo y alcanzar la felicidad.
En nuestra observación, la política opera igual. Quizá la diferencia estribe en que el objeto que el mercado promete se encuentra efectivamente en el mercado, se puede comprar; mientras que las promesas políticas, ciertamente, no todas se cumplen. En cualquier caso, el deseo es relanzado apuntando a la demanda que cada vez se precipita de forma más imperiosa.
También conviene señalar y hacer la diferencia respecto de la psicología; mientras el discurso político opera bajo la forma del para todos, regulando los modos de goce de los sujetos, en definitiva, un goce para todos de la misma manera, lo cual hará que se despliegue una objeción sobre ello, bajo la forma de malestar social, que se llama síntoma, el discurso del psicoanálisis se dirige, contrariamente, no a todos, sino a aquello que permanece como lo imposible de universalizar. La política se dirige al colectivo mientras que la psicología, el psicoanálisis, apunta a lo no colectizable que se encuentra en cada sujeto.
Política, ideología y goce
Aquello que yace propulsando los proyectos políticos, aquello que se mueve en las redes sociales y en las sugerencias de las asociaciones de consumidores o de los propios consumidores es la promesa imaginaria de hacer acopio de nuestro goce perdido e imposible. Así, el discurso político se puede desplegar bajo el sostén de una, por ejemplo, sociedad justa, constituyendo esta una ficción imaginaria de un estado a alcanzar fututo donde se indica más o menos directamente que las limitaciones actuales que impiden este acceso serán superadas y permitirán alcanzar el goce prometido; esta es la política de la utopía.
Es la promesa imaginaria de recapturar nuestro goce perdido/ imposible, lo que proporciona el soporte de fantasía para muchos de nuestros proyectos políticos, roles sociales y elecciones de los consumidores. Por ejemplo, una buena parte del discurso político se centra en la entrega de la “buena vida” o una “sociedad justa”, ambas ficciones (imaginarizaciones), de un estado futuro en el cual, las limitaciones actuales que frustran nuestro goce serán superadas.
En cambio, la realidad dice que todas estas experiencias siguen siendo parciales, en tantoque el goce experimentado nunca es igual al goce prometido y anticipado. Stavrakakis señala que el jouissance (el goce) obtenido se distingue del jouissance esperado.
Para producir un saldo de equilibrio respecto de esta diferencia entre lo esperado y lo obtenido implica que si una ideología quiere sostener su hegemonía, entonces las ideologías construyen algo para indicar el por qué de la disarnomía; entonces se arma un enemigo localizado que en la actualidad es común en ciertos discursos ultranacionalistas y/o fascistas: los inmigrantes que quieren robarnos los trabajos, nuestras amistades, nuestra cultura (antes eran los judíos) erigiendo a estos como enemigo nacional (no hace falta decir que esta construcción discursiva está al servicio de la explicación de la disarmonía que hemos señalado). En última instancia, se postula que la falta de disfrute es porque alguien nos lo ha robado.
Las historias míticas-románticas (nacionalistas) se basan en la suposición de una era dorada (Grecia antigua y/o Bizancio para los griegos actuales, el reino judío de David y Salomón en la versión del nacionalismo judío, etcétera). Durante esta mítica edad de oro la nación era próspera y feliz, luego pasó a ser destruida por un “Otro” malvado, el enemigo, (el último de esos Otros malvados, enemigos, son los que traían el Covid a nuestra casa) que ha permitido la construcción de que alguien ha privado a la nación de su disfrute natural, al que tiene derecho.
Los relatos nacionalistas se sostienen en el deseo de cada generación de tratar de sanar, de esquivar también, esta castración (metafórica), y devolverle a la nación lo que parece que les pertenece, esto es, su goce perdido. Para ello, la creación de un agente maligno y malvado es preciso que se arme, y siempre hay alguno que está a mano (en la actualidad operan con las fake news).
McGowan denomina que hoy se ha precipitado una sociedad de goce ordenado, a cambio de una dislocación gradual de la llamada sociedad de la prohibición. Antes, las formas más tradicionales de organización exigían al sujeto renunciar al disfrute privado en favor del deber social; en cambio, en la actualidad el deber consiste en disfrutar uno mismo lo más posible. Y ciertamente, este mensaje es lo que recibimos desde todos los medios sociales; desde los anuncios, amistades, familiares, los distintos medios que nos rodean.
El primer tiempo del capitalismo se sustentaba bajo la égida de una sociedad de sacrificio, bajo el ejercicio de una idealización de él: por encima de todo se encontraba el deber social; en sus fases iniciales, el capitalismo se erigía con su propia forma de prohibición; se basó en la ética del trabajo, y la postergación de la gratificación, en el aplazamiento de los goces. El primer espíritu del capitalismo se sostenía en acumular para poder acumular y producir para poder producir, anudado al sentido de un deber profesional sustentado en el ascetismo racional.
Este espíritu inicial del capitalismo se desplegó desde el siglo XIX hasta el primer tercio del siglo XX. Para el avance social y el acceso al mundo del capitalismo el ahorro era el principal medio; se auspiciaba una cierta ética del ahorro bajo los significantes de la moderación, hasta la restricción, el autocontrol, el trabajo duro, la perseverancia, el valor personal de cada sujeto… cuestiones que el mercado en consonancia con la ideología capitalista valoraba como positivos.
Siguiendo a McGowan, el segundo momento del capitalismo es el goce ordenado; ahora el disfrute privado se torna en una fuerza estabilizadora, ya no se siente como una amenaza a la antigua sociedad de prohibición, e incluso alcanza el imperativo del deber del disfrute. Se hace presente la dominación del hedonismo consumista bajo el sostén del disfrute personal a cualquier precio.
Este imperativo del deber, del deber de disfrutar, es un mandamiento del superyó. Como versión, aparece el Enjoy tu café, tu cerveza, o lo que sea, pero realmente encierra un mandato al que es difícil oponerse porque se despliega de una forma violenta. Lacan fue uno de los pioneros en percibir esa llamada aparentemente ingenua del disfrute (enjoy), pero que es una inefable marca de poder y de autoridad. Esta llamada al disfrute es una endeleble forma de poder.
El concepto de goce de Lacan se refiere a lo que se sacrifica a través del proceso de socialización, a la parte castrada de nosotros mismos que, como carencia, no deja de influir en nuestro deseo. Es la promesa imaginaria, de recapturar este disfrute imposible (y perdido) que nos proporciona la fantasía para muchos de nuestros proyectos políticos; así se hace presente bajo las construcciones utópicas.
A través de estas promesas fantasmáticas se alcanzan experiencias parciales de disfrute, ayudando al sostenimiento del atractivo hegemónico de la promesa política, incluso sin tener que llegar a incriminar a alguien por su participación en el fracaso de restaurar la integridad subjetiva y plenitud social, esto es, por lo que hemos titulado como el robo del goce. Justo en el reverso de esta armonía se encuentra el odio, la demonización y la persecución.
La fantasía de un disfrute perfecto estimula nuestro deseo de consumo, y tan pronto como el producto deseado (objeto-causa del deseo) se encuentra en nuestras manos, la experiencia inmediata es de un disfrute parcial al que le sigue un descontento y un tercer momento de alienación. De nuevo, se precipita que el goce obtenido no es espejo del goce esperado; en todo caso, un semblante.
Así, se desvela que el sujeto, cuya marca es su falta, se convierte en el tema central de una compleja política de identificación. La carencia estimula el deseo y, por lo tanto, deriva en la constitución de que toda identidad se arma a través de procesos de identificación con objetos socialmente disponibles por el mercado, partner del capitalismo.